DESCARGA PDF “El rufián dichoso” [2017]
Quien vive bien, muere bien;
quien vive mal, muere mal
Rodrigo Arribas
Recomiendo fervientemente al lector, tal y como el equipo artístico y el elenco de esta puesta en escena han hecho, informarse, pues claramente lo merecen el autor y su obra, del contexto histórico, creativo y vital del creador, cuando El rufián dichoso fue escrito por Miguel de Cervantes Saavedra.
Esto facilitará una mayor capacidad crítica por su parte, al cabo de la adaptación final y su montaje, y también un mayor espacio en este artículo para que me pueda permitir tratar otras cuestiones que considero más propias de mi labor como director del espectáculo, sin la injerencia en el espacio erudito, para el cual ya existen referentes bibliográficos desarrollados por profesionales mucho más expertos en este campo.
El mayor esfuerzo necesario, o así lo entendemos nosotros, como intérpretes de las propuestas textuales de los autores del Siglo de Oro, se centra en la identificación de aquellos aspectos o «pistas» impresas por el propio autor, ya tengan estas un carácter narrativo, temático, poético o formal, y que junto a la consideración de los aspectos contextuales del poeta y su época, nos permiten construir los canales de conexión entre estas dramaturgias y el espectador de nuestro tiempo.
En el caso de El rufián dichoso, la primera cuestión que abordamos, al mismo tiempo que desarrollábamos un taller de investigación en el que varios actores, directores y dramaturgos trabajábamos al servicio de la adaptación del texto original, se centró en tratar de entender las razones por las cuales Cervantes había escogido un género como el de las comedias de santos y, al mismo tiempo, había elegido para su obra la singular y extrema personalidad de su protagonista, de cuya muerte solo distaban alrededor de sesenta años cuando la obra fue escrita. Las comedias de santos eran, cuando Miguel de Cervantes escribió el texto, uno de los géneros más apreciados por el público de su tiempo. Tanto la temática como las posibilidades de representación, en las que se incluían todos los recursos técnicos de la época, abundaban en la espectacularidad de las puestas en escena, aspecto este muy celebrado por la audiencia de los corrales.
No resulta complicado, por tanto, imaginar que el autor, arrastrado por la corriente lopista de la época y en su mayor interés de ser reconocido en el mundo teatral, hiciese su apuesta para entrar en el Parnaso de los corrales madrileños, sirviéndose, no solo de un «tipo» teatral de moda en su tiempo, sino renunciando a aquellas preceptivas aristotélicas en la construcción de los textos teatrales que tan profusamente había defendido en ocasiones anteriores.
En el caso de este aspecto concreto, el autor se permitirá incluir una escena entre la primera y la segunda jornada de la obra justificando a través de dos personajes alegóricos, Comedia y Curiosidad, su cambio de actitud como dramaturgo al cabo de la ruptura necesaria de las unidades de acción, tiempo y lugar, y al servicio de su propio texto.
Tanto nuestra voluntad de respetar esta declaración de intenciones como el importante juego metateatral que propiciaba nos impulsaron a conservar dicha escena, al servicio de la caracterización de dos personajes transversales en nuestra propuesta: Tello de Sandoval y María de Sandoval, su esposa, que, a su vez, en la puesta en escena representan dos formas opuestas pero complementarias de entender el mundo a su alrededor.
Igualmente nos llamó poderosamente la atención la elección por parte del autor, como su personaje protagónico, de Cristóbal o Lugo o Fray Cristóbal de la Cruz, distintos nombres estos con los que es reconocido en la pieza y cuyas referencias biográficas, recogidas en mayor medida en los recopilatorios de la época sobre la vida de los santos, nos hablan en primer término de un «enfant terrible», personaje representativo del hampa sevillana y toledana, con varios requerimientos de distintos alguaciles que cubrían un amplio espectro de delitos incluyendo el hurto, el robo, la asociación con delincuentes y el delito de sangre.
Siendo aún niño y través de la identificación de las muy especiales cualidades intelectuales de Lugo, Tello de Sandoval, inquisidor en Sevilla y Toledo, y tras el acuerdo con el padre natural del mismo, tabernero de profesión, terminaría acogiéndole bajo su auspicio. Será únicamente esta peculiar relación con su protector la que le exonerará de cumplir con la justicia en relación con todos los desmanes cometidos.
No queda igualmente claro en estos relatos biográficos el motivo, ya fuera este ocasional, traumático o una concatenación de diferentes acontecimientos, que impelería a Lugo a trazar un nuevo rumbo en su vida, que le llevaría a ordenarse sacerdote en Toledo y a viajar a Nueva España-México con su protector Tello de Sandoval, en ese momento miembro ya del Consejo de las Indias, donde el rufián moriría, tras una «segunda» vida ejemplar en la Orden de los Dominicos, señalado ya por todo su entorno para su posterior santificación por los diferentes acontecimientos milagrosos o antinaturales acaecidos en relación con su persona.
Este concreto, relacionado con la peculiar vida de este personaje histórico y la elección de Cervantes del mismo, fue sin duda uno de los motores que nos conectaron con las líneas temáticas de la obra, a priori bastante soterradas en el original y, en nuestra libre interpretación de este particular, tratando de encontrar el «para qué» del autor a la hora de escribir este texto, más allá de su necesidad de ganarse un lugar en el panorama teatral de su tiempo.
Consideramos en ese momento y en primer lugar la propia vida del autor, una amalgama de acontecimientos límites en sus diferentes fracasadas tentativas profesionales, artísticas y amorosas, y que en sus dispares y, a veces incluso, disparatadas apuestas, imprimieron en su aspecto exterior e interior un mapa de cicatrices, transformándole, a los ojos de los que le rodeaban, en una suerte de «paria» de cuya categorización le fue imposible huir en vida, convirtiéndose en una de sus mayor aspiraciones y constantes solicitudes a sus pocos valedores, el viaje, con cargo público incluido, a los nuevos territorios de la corona española al otro lado del océano.
Estas circunstancias en la vida del poeta, junto con el entendimiento de la posibilidad que le hubiera otorgado ser reconocido de manera distinta y alejada del prejuicio en un nuevo entorno, a nuestros ojos, le conectaron de manera indisoluble con su protagonista, proyectando en él mismo, o así lo hemos querido entender nosotros, su mayor aspiración de desligarse de un pasado y construir una nueva vida. Apareció, por tanto, conforme a este razonamiento, el extremo de una cuerda atada a la madeja de una línea temática que ha resultado fundamental en nuestra puesta en escena, y que, bajo nuestro punto de vista, nos conectaba con el espíritu de aquello que determinamos como voluntad primera de Miguel de Cervantes en su interés de contar al espectador algo con esta historia. Este principio fue refrendado, en cuanto a nuestra forma de entender, cuando aportamos a este axioma otro elemento de consideración basado en el momento histórico en el que el dramaturgo escribió su texto: la Reforma y la Contrarreforma.
Por una parte, ya habíamos denotado que el poeta en su texto había suavizado o rebajado el retrato de Lugo, desconectándolo de la verdad biográfica y haciendo con él una construcción de carácter algo menos violenta al servicio de sus propios intereses narrativos. Concluimos que al tratarse de una comedia de santos, en el momento histórico anteriormente referido y en su mayor interés de que el texto fuera representado sin encontrarse con algún posible escollo, ya fuera de gusto o de censura posible por las autoridades eclesiásticas, prefirió plantear el camino hacia la santidad de Cristóbal desde un origen algo menos sumergido en el lumpen, punto de partida real desde donde el personaje histórico empezó su camino hacia la redención.
Existen, por supuesto, otras líneas temáticas menores que no carecen de relevancia en sí mismas, sino que están supeditadas y al servicio de una transversal mayor y que aparecen tanto en el texto original como en nuestra adaptación: La finitud inherente a la existencia, el planteamiento cortoplacista del ser humano como consecuencia de dicha caducidad, representado, a su vez, por la necesidad inherente de justificar nuestro hollar en este mundo construyendo y apropiándonos del mito, la voluntad de trascendencia, también como forma de respuesta racional al vacío y agonía propios de lo aleatorio y arbitrario del vivir, la fe como respuesta válida para algunos e inválida para otros, son algunos de los subtemas que estructuran y dan cuerpo al corpus principal temático y que a su vez se relaciona con lo anteriormente expuesto relativo al momento histórico: el libre albedrío.
Definimos por tanto y tratamos de plasmar en nuestra adaptación y propuesta escénica aquello que más nos ha inspirado en esta obra y que es la manifiesta posibilidad del ser humano de decidir y construir su manera de relacionarse con su tiempo, con aquello inmerso en el mismo, con todo aquello que le rodea y con su innegable posibilidad de elección al cabo de la huella que decidirá dejar en su tránsito por este mundo y, finalmente, con lo que, según el autor, Miguel de Cervantes Saavedra, terminará de confrontarle en el momento de su muerte: «Quien vive bien, muere bien; quien mal vive, muere mal».
El rufián dichoso, hoy
José Padilla
Hasta donde hemos podido averiguar, no existen registros en España de ninguna puesta en escena de El rufián dichoso de Miguel de Cervantes previa a la actual de Fundación Siglo de Oro. Los motivos, de cuya referencia no existe registro alguno, se pierden en el tiempo, pero no cuesta intuir el porqué. La pieza se enmarca dentro del género conocido como comedia de santos, obras en las que se retrataba la vida de un santo desde el abandono de una vida más o menos disoluta, en algunos casos criminal —la función que nos ocupa, sin ir más lejos—, hasta la consecución de la santidad.
Sin entrar a otras valoraciones, es obvio que este tipo de estructura dramática, aun sin desbastar, funciona. El protagonista empieza en un lugar y acaba en otro bien distinto, un devenir dramático de libro que bien puede sostener la historia y el interés del público sin mayor problema. Sin embargo, y en lo que a El rufián dichoso concierne, sí se nos presentaron algunas dificultades que, en última instancia, dieron forma a nuestra propuesta de versión.
Cabe imaginar que si alguna compañía a lo largo de los siglos valoró poner en pie esta obra, se encontró con los mismos escollos que nosotros. Evidentemente, la calidad literaria de un texto cervantino queda fuera de cualquier duda, pero, y no deja de ser mi opinión, el núcleo a desbrozar para empezar a trabajar quizá se halle en la famosa frustración que sentía Cervantes ante la fría acogida de su teatro.
Bien es sabido que las compañías de la época no le compraban sus obras porque, a juicio de estas, carecían de acción. Aportaban las obras contundentemente un inestimable valor reflexivo, por supuesto, pero este chocaba de frente con la eléctrica actividad, para desgracia de Cervantes, de las piezas de Lope de Vega. En 1615, un año antes de fallecer, Cervantes admite su malogro teatral en el prólogo de Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados. No sin resignación, en este escrito, se hace testigo a su pesar de que los gustos del público han cambiado. Es justo en esa edición recopilatoria donde encontramos El rufián dichoso, particular pieza: es la única del autor que puede definirse como una de aquellas comedias de santos que antes definimos. Imagino que esta peculiaridad se debió en gran parte a la búsqueda del favor del público por parte de Cervantes, si este tipo de propuestas tenían predicamento entre la audiencia teatral, como así parece, lógico es pensar que alguien que buscaba sin descanso su calor, tratara de darles lo que pedían. Pero este favor parece que no tuvo progreso y de ahí podemos colegir que no se haya extendido más en el género.
Bueno, digamos que la ausencia de representaciones a través de los siglos de esta función, como poco, señalaba un problema. Aun así, nadie puede negar la originalidad que, una vez más, despliega Miguel de Cervantes en la construcción de su historia. A saber: una comedia de capa y espada se transforma en un retrato intimista de un hombre que lucha contra su pasado sirviéndose de su denuedo por salvar el alma de una mujer. Francamente, jamás he visto un argumento ni lejanamente parecido en otra obra del Siglo de Oro o, ya puestos, en la literatura universal. Ilumina rincones nuevos, propone elipsis aparentemente imposibles y que solo Cervantes es capaz de llevar a buen fin. Pero si esto es así, ¿cuál es la razón de que se haya puesto tan poco sobre un escenario?, y más allá, ¿dónde encontramos la mayor dificultad para trasladar la forma dramática que propone Cervantes en El rufián dichoso a un público del siglo xxi? Sin temor a equivocarme lo afirmo: en el acto I.
Cuando empezamos a improvisar con actores estas primeras escenas, algo evidente saltó a la vista: el autor proponía situaciones de las que inmediatamente renegaba. Ejemplo (hay otros más, pero este es revelador): el alguacil —némesis del héroe Cristóbal de Lugo— secuestra y azota a uno de los amigos de Cristóbal, nuestro rufián, Cristóbal se presenta en el lugar y… todo se resuelve con buenas palabras. Es decir, dibuja una olla a presión, inmejorable situación dramática, y la deja escapar con formas y decoro.
Los motivos para que el Cervantes dramaturgo haya hecho esto pueden ser varios, leyendo al respecto deduzco que tuvo que ver posiblemente con un encontronazo con la Santa Inquisición. No se sabe con certeza, pero no hubiera sido extraño que así fuera puesto que hubo fehacientes enfrentamientos entre el escritor y tal institución. Ninguno de ellos revistió gravedad alguna, pero sí fueron notorias en España y Portugal las desavenencias a cuenta de determinados pasajes del Quijote. Intuyo que Cervantes esquivó problemas ante la posibilidad real como dramaturgo de dotar de impiedad a un futuro santo o a un alguacil inquisitorial. Es decir, si un personaje apunta a obrar mal, se corrige por voluntad propia o por las circunstancias que le rodean.
Algo de difícil justificación cuando tenemos que plantear el viaje que va a emprender un rufián. Es decir, para alguien poder convertirse en virtuoso, como narra la obra, primero ha de carecer de esa virtud, y esto es algo que no se encuentra fácilmente en la primera jornada, a excepción de las referencias que hacen terceras personas de las andanzas de Cristóbal. Sin embargo, las acciones de Cristóbal de Lugo, y si seguimos la máxima interpretativa de que un personaje es lo que un personaje hace, son las de un hombre santo casi desde el inicio de la función. Esto devino en el mayor escollo a resolver.
Por fortuna, cuando uno cuenta con un texto de Miguel de Cervantes la gramática es tan rica, la estructura tan precisa, que el versionador solo tiene que imaginar cómo puede recibir la historia un espectador de hoy en día. Lo demás es ponerse manos a la obra. Y esta ocasión no fue una excepción, costó en un principio detectar el problema, pero una vez averiguado —y este se situaba naturalmente en la jornada primera— las piezas empezaron a encajar.
Situamos un vínculo emocional con el espectador a través del personaje de Lagartija, un tahúr de medio pelo de la Sevilla hampesca que, fiel a su amigo hasta el final, nos serviría de ojos prosaicos para descifrar una historia cuyas estrías más afiladas lindan con lo teológico y filosófico.
Lagartija nos lleva de la mano a través de la peripecia de su amigo Cristóbal, y es su humanidad, y su, por qué no decirlo, sanchopancismo, los que decodifican las pasiones que laten en los distintos personajes. Podemos entender el viaje de Cristóbal porque nos lo relata humildemente su amigo Lagartija. Asimismo, se apuntaló también la relación paterno-filial entre el mismo Cristóbal y sus padres adoptivos, Tello y María de Sandoval, esta última no aparece en el texto original, pero su presencia nos fue necesaria para dilatar aún más la dicotomía entre un rufián (un delincuente) y el corazón bondadoso que este albergaba para llegar a convertirse en santo. Tello es riguroso, María le otorga la ternura que más tarde ejerce. Le dimos más espacio al enfrentamiento entre el alguacil y Cristóbal, una historia de rencores puros que, finalmente, derivan en el acontecimiento que provoca la huida de Cristóbal y primer paso, paradójico si se quiere, para su santidad. Además de otros detalles que hubo que manejar, claro está, centramos la carga dramática en la peculiarísima escena entre Ana de Treviño y el padre Cruz (antes Cristóbal). La fina cuerda que en la función vibra entre un delincuente y un santo se sitúa sin duda en esta escena: salvar el alma de una mujer supone la salvación, su pérdida supone la condena. Me emociona pensar en esta escena, es de un corte completamente contemporáneo. Esto es tener a Cervantes. Él, el más contemporáneo de todos nosotros.
Supimos desde el principio que hacer una propuesta museística, si se me permite, no hubiera servido en modo alguno ni a la puesta en escena ni al espectador. Tuvimos que asumir riesgos, que no fueron tantos porque nos sostenía un coloso de las letras. Abriendo la historia de nuestro rufián hoy, hemos recuperado un texto inédito de nuestro pasado.
Aquí está nuestra propuesta.